miércoles, 1 de octubre de 2008

Electricista ectoplásmica

“Primero hay que saber sufrir

después amar, después partir…”

Naranjo en Flor


“¿Será acaso la poesía más real que la verdad presente?”

Lawrence Durrell en

Clea (El Cuarteto de Alejandría)


A lo largo de mi vida me han visitado desde las más extrañas formas en que la naturaleza puede encarnar, hasta viajeros del tiempo, tanto guerreros como alquimistas errantes que exploran los confines de la existencia. Dichos encuentros han permeado mi sensibilidad y percepción, ampliando el espectro de mi humana esperanza por una existencia mejor. Incluso, cada tanto, un Angel Guardián se hace presente cuando mi corazón se siente tan solitario y triste como el Principito en medio de la humanidad. Con formas que a veces reconozco y otras no, aclara mis pensamientos y estimula mi andar con sus ojos, caricias o un simple batir melodioso de sus alas. Pero la última visita es difícil de categorizar, incluso nunca había fantaseado con un encuentro de tal carga energética.

Todo comenzó en mi departamento que no es mi departamento, pero que en esa dimensión, en ese espacio del tiempo era mi morada. No recuerdo si la instalación eléctrica había saltado o solamente la lámpara del techo del living estaba quemada. De este lado de la frontera, los recuerdos se vuelven confusos, hay quienes sostienen que nuestra misma mente nos los oculta o deforma. La cosa es que estaba sin luz en mi hogar. A pesar de que durante ese momento el sol penetraba como una catarata por el ventanal; siendo un hombre precavido, decidí llamar a un electricista para no quedar al descubierto cuando la noche cayera, y los caza recompensa y súcubos de la Oscuridad salieran a secuestrar sueños. Aunque el atrapa sueños que me obsequió mi viejo Maestro es un fuerte amuleto, también me aconsejó tener siempre aunque sea un alfiler de luz.

Abrí la puerta al escuchar los dos golpes. Ella, la electricista, cargaba un pequeño bolso color café cortado con mucha leche, sin pedir permiso tomó una escalera metálica celeste que había recostada contra la pared, la desplegó debajo de la lámpara y subió a repararla. Junto a ella vino una mujer gorda, de unos 50 años, con rostro alegre y pelo enrulado castaño claro. Ninguna decía nada. La gordinflona estaba parapetada junto al marco de la puerta, mirando fijamente como la joven trabajaba.

Por su parte, ella distaba enormemente de llegar al límite de la mera apariencia de una electricista. El pelo largo y negro lo tenía recogido con una gomita blanca. Llevaba puesta una remera negra de mangas cortas, ajustada a su delgada figura. No pude dejar de apreciar sus piernas de piel tersa, encerradas en una pollera blanca que llegaba hasta sus rodillas. Sin la figura guardaespaldas de la regordeta sobre mí, seguramente hubiera intentado divisar que tamaño tenía la ropa interior y cual su color. Igualmente no pude domar los caballos de mi imaginación y dibujé en el aire, con tinta invisible, sus piernas sudadas, contrayéndose y retrayéndose, taconeando amazónicamente sin ninguna dirección prefijada salvo la de trascender el contacto físico. Un torrente de desahogo nos encontraría al final de la cabalgata, en la pintura, en el aire sin marcos que nos contenía.

Regresé de mi alucinación con el ruido metálico de la escalera cerrándose y la vi, de espaldas, alejándose por la entrada con su bolsito café. “Ella siempre fue así, tan…”, comenzó a decir la señora, describiéndola con la precisa meticulosidad de un cirujano, como si la hubiera criado con sus propias manos. Cuando dijo que era su hija, desconozco que fibra honda como un recuerdo nunca rescatado, tocó en mí que con el instinto nato del cazador salí en su búsqueda.

Habían desaparecido el palier del piso y el hall de entrada del edificio. En ese instante, la puerta de entrada al departamento conectó, sin mediación alguna con la calle. Nada se movía allí. Nadie andaba tampoco. El barrio completo se había desvanecido, llevándose consigo todos los edificios y locales que lo conformaban. En su lugar, imitando un barrio cerrado, cada manzana tenía muros de hasta cuatro metros de altura. Ladrillos grises que se apilaban uno sobre otro, sin derramar cemento y fríos como la hoja de un cuchillo recién sacado del freezer. Las altas paredes encerraban, todas ellas y en cada una de las manzanas, panteones. Pero ninguna cruz o ángel o cualquier otra estatua o símbolo, sobresalían por encima de los paredones. Mientras, la electricista me llevaba dos cuadras de distancia, caminando rígida sin soltar su bolso, con tranco preciso bordeando los distintos cementerios.

En un momento, cuando hice pie en una nueva vereda, un portón se anunció en la esquina. Abierto de par en par, dejaba ver una visión inesperada. En perspectiva, infinitas criptas se acomodaban en forma de abanico. Grises, olvidadas por quienes allí las edificaron. Corroídas por la humedad del tiempo, permanecían como un recordatorio de que nada es para siempre. Lo imprevisto, inimaginado, salvo en el delirio más absoluto que una mente pueda esbozar; es que en cada una de ellas, sobre sus cúpulas redondas, sus techos a dos aguas y demás terminaciones, velas de colores con forma de número se elevaban: 4, 7, 3, 9 y así hasta el infinito. Con la mecha virgen, aguardando a que la Divinidad las encienda de un soplido. Enérgicos, los colores del recambio brillaban vivamente sobre los restos de muerte, de identidades y ropas que alguna vez caminaron por estas tierras.

Dejando atrás la entrada, aumentando mi velocidad, la electricista continuaba llevándome la misma ventaja que al salir del departamento. Súbitamente, sin raíz comprobable recordé su nombre (¿la conocía de algún lugar que no recuerdo, de una vida pasada, cómo se escribe lo que desconozco?) en ese punto mis fuerzas se mezclaron con las ganas, el presente fue ese instante y nada importó de lo anterior y nada asomaba al futuro. Sin embargo, doscientos metros seguían apartándonos, ¡y más, algo más que no se como explicar! Una vez, dos veces y tantas más grité su nombre, pero ella nada. Sin desviarse, como una flecha seguía avanzando.

De pronto mis piernas se volvieron pesadas, incrementando su peso con cada paso. Lo que tantas otras veces me detuvo, nuevamente me atrapó como a un zorro en una trampa metálica. El asfalto engullía mis pies, subía viscoso por mis piernas, pegajoso y humeante, con vida propia reptaba como millones de hormigas hasta petrificarse en mi cintura. Inmovilizado, delante de un puesto de flores verde, —¡Maira, Mayra!—, vacío de claveles, desierto de vendedores y compradores, —¡Maira, Mayra!— con los oxidados tarros de pintura chorreando agua, —¡Maira, Mayra!—; serpenteaba los muros de vereda en vereda, —¡Maira, Mayra!—, llegando a la esquina, —¡Maira, Mayra!—, mi voz eclipsó en llamada sin eco,—¡Maira, Mayra, Mair… May…Ma……

2 comentarios:

sonnenheld dijo...

Bravo! Un regalo inesperado. Me recuerda a las murallas de Corinto, 1100 AC.
Un abrazo

Emiliano dijo...

Parece ser que en los sueños, no hay diferencias entre el barrio de Chacarita y Grecia...
Abrazo!!!