lunes, 21 de abril de 2008

Puerto sin salida al mar

“Salgo a caminar sin rumbo, en un día cualquiera

pero un día cualquiera puede ser mucho más”

(La Portuaria “El bar de la calle Rodney”)



“Dentro de poco ya no vamos a escuchar el ruido del tránsito” dijo mi hermano y entró a la dietética. A causa de su acento, le pregunté al que nos atendió de donde era. “De Gualeguay, Entre Ríos” respondió. “Hace unas tres semanas que estoy en Buenos Aires, y la verdad que ya extraño. Esta ciudad es un quilombo inbancable”. Sonreí mientras le pagaba, para desaparecer al instante con la bolsa de tutucas adquirida.

Caminamos sin hablar por Lacroze, comiendo las tutucas en dirección al cementerio. Su fachada siempre me recordó al Partenón griego. Llegué a idear una fantástica unión grecoporteña, donde el cementerio era una morada más de los dioses griegos. No sabía muchos nombres ni cuantos había. Para mis seis años Apolo sonaba a algo poderoso, enorme. Mazinger Z hizo que a Afrodita la idealizara como una guerrera mecánica. Zeus, rey de los dioses y dios del cielo y el trueno: esa descripción se grabó con fuego en mi biblioteca mental. Lo imaginaba tirando rayos a diestra y siniestra, montado en una nube y viviendo eternamente. Llegamos al cementerio al mismo tiempo que vaciamos la bolsa de tutucas.
Atravesamos la entrada y miré a un mendigo tirado contra el portón, sin ni siquiera un cartón de vino, todo orinado y pidiendo dinero; en un arrebato de sincera hijaputez pensé en lo muerto en vida que estaba, cumpliendo su función de outsider del sistema. Una vez dentro no pasamos por la fachada griega, estaba en reparación, continuamos camino por una puerta lateral. Más adentro aún, mi niñez quedó desahuciada al comprobar por última vez, que el cementerio nada tenía de embajada de las deidades griegas: Augusto Timoteo Vandor, todo un lobo de metal señalando el cielo, miraba hacía el portón de hierro.

Surcamos la zona de los panteones, mi hermano continuaba sin decir nada. Llegamos al sector de los nichos. “Tenés razón, no se escucha ningún auto acá dentro”, le dije para hacerlo hablar. Mudo. Miró como buscando algo. “Nunca me acuerdo donde era que estaba el abuelo. ¿Vos siempre venías con la Abuela?”, finalmente soltó la lengua. “Siempre”.

Las personas que van a ver a sus seres queridos muertos al cementerio ¿los van a ver? ¿una tumba? Nunca entendí ese ritual. Pensé en lo que hay del otro lado. En lo que no hay. En como será. En como no será. En quien seré yo del otro lado, si soy, si hay otro lado. Pensé en las vidas pasadas, en la reencarnación, en el karma. ¿Cuánto habrá de cierto en todo eso? ¿Cuántos años humanos hay entre vida y vida? Un persa del siglo V antes de Cristo, ¿habrá reencarnado y leído de su pueblo viviendo una vida totalmente diferente, a cientos de años de distancia de esa vida anterior, sin reconocer absolutamente nada de eso, sin imaginárselo, sin que se le haya filtrado en algún sueño? ¿Habrá visto el Shakespeare reencarnado, sus propias obras de teatro? Mientras, continuábamos caminando.

Los nichos nos rodeaban. Uno al lado de otro, llenos de cenizas humanas. Algunos con cenizas de familias enteras. Paredes de tres metros de alto y ventipico de largo, como edificios del descanso eterno. Hasta la próxima vida. La práctica del ser humano de acomodarse uno arriba del otro, continúa hasta en la muerte.

Ninguno decía nada. Arribamos a la parte donde las cruces emergen de la tierra. Ordenado y perfectamente urbanizado. Tumbas de un lado, camino de baldosas numeradas en el medio y más tumbas del otro. Ubicadas por el año de fallecimiento. Acá 2004, allá 2003, le sigue 2002 y la manzana concluye en 2001. Los muertos tampoco se libran de los números.

Mi hermano prende un cigarrillo, se sienta en un banco y me hace señas de que espere unos minutos. Salto de la manzana de las cruces a la calle. Inmediatamente una camioneta me toca bocina para que me corra. Aunque un cartel diga que el máximo es de quince kilómetros por hora, los vehículos también nos ganan espacio en la muerte.

Recorro dos cuadras. De un taxi estacionado sale una melodía. Jhonny Cash canta Give my love to rose. El taxista duerme una plácida siesta. Hago una cuadra más. Llegó a la manzana del 2008. Una, dos, tres y así hasta llegar a la séptima tumba del lado izquierdo, fichada con el número 107. Está vacía. No tiene cruz. Sólo una lápida de mármol blanco. Mi hombro siente la mano de mi hermano que lo aprieta. Vuelvo a preguntarme, ¿Qué hay del otro lado? ¿Quién seré allí?, si soy alguien. Es la ¿hora? donde todas las creencias y religiones, se juegan ante su resaca opiácea. ¿Cómo continúa el juego? Entro. Se cierra la puerta. La tierra cae de a poco. Mi hermano enciende otro cigarrillo, lo entierra y deja que se consuma. Saluda y se va.




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