viernes, 30 de enero de 2009

Tinta

Vagaba hacía ya un septenio por el desierto. Quizás por desidia en las decisiones tomadas en los cruce de caminos, quizás por consciente elección o por simple castigo. A lo mejor, quien puede juzgarlo, por la suma de las tres. También sabía que la muerte lo rondaba desde el primer instante en que comenzó a medir la eslora de la vida.
Su mujer, fallecida un lustro atrás se le aparecía dibujando en los sueños. Soñábase también a que jugaban a leerse mutuamente el porvenir en las constelaciones. Algunas verdaderas, otras inventadas. Como la constelación del tomate, cinco estrellas que daban forma cósmica al fruto rojo. Bajo el sol ardiente de las dunas, no recordaba que futuro avisionaban en el tomate estelar, pero eso no importaba.
Hijos no habían tenido, aunque quisieron, los buscaron pero no los encontraron, A sus libros tampoco extrañaba puesto que todos los relatos y poesías ingeridos a lo largo de su vida, tomando el ejemplo de Bradbury, los memorizó por completo. Dando vida así a un castillo de piedra, refugio para las noches en que las tormentas de arena arremetían como maremotos furiosos. A los que añoraba, con locura, con melancolía, con las ganas tiernas de volver a encontrarlos al concluir la boga, era a sus perros. Recordaba los doce canes con los que compartió su terrenal existencia. Sus miradas, los movimientos de orejas cuando aguardaban la comida o esos ladridos de aviso. Solía decir que si los hombres tuvieran más sentimientos perrunos que humanos, el mundo sería otro totalmente más pacífico y lúdico.
Pero esos recuerdos eran escollos pasables. Sufridos, algunos más que otros, pero transitables al fin. Ahora, cuando en un atardecer lluvioso (como un presagio fue el agua, ya que no llovía desde hacía siete años) se quedó sin tinta para la pluma, el miedo más temido llegó al fin.
Algunas hojas quedaban aún para ser escritas, incluso podía arreglarse con pequeños espacios blancos que flameaban entre las anotaciones diarias. Pero sin tinta nada era posible. En medio de la nada, conseguirla iba a ser una tarea quimérica. Se desesperó, recorriendo circularmente el horizonte amarillo que lo rodeaba. Comenzó a sentir cada vez más frío a medida que el sol se ponía. Frotó sus manos buscando chispear algún fuego imaginario, se autoabrazó calmándose y agolpando algo de aliento. Cuando el contacto con su propia piel le dio una respuesta. Con su mano derecha, cual vampiro que saborea a lo lejos una víctima, acarició el posterior de su antebrazo izquierdo. Lo alisó dándose paz, al igual que hizo con sus perros cuando cada uno emprendió el viaje sin retorno. Sin mirar para no impresionarse, fijando los ojos en el cielo que se fundía en azul oscuro, realizó un profundo corte en su muñeca con la pluma para luego recargarla y continuar escribiendo.



El dibujo es obra del artista mexicano Héctor de la Garza, alias Eko.

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