martes, 6 de enero de 2009

De Kublai Kan y Marco Polo

El emperador del imperio más grande perpetrado por el hombre. El viajero más experimentado de los siete mares. El poder y el oro. La libertad y el aire.
Uno apoltronado casi inválido en su trono de nácar. Observando sus vastas tierras por la ventana, otras veces las imagina en mapas de nuevas conquistas que sus ejércitos le llevan. Sangre y muerte nutren su barro. Expande el cáncer sobre el planeta tal cual el conjuro lo hace en sus venas. El otro sin más atavios que unos cueros antiguos y la curiosidad comandada por el coraje.
Se envidian mutuamente. Se odian mutuamente. Se aman mutuamente. Dialecticamente combaten luciendo sus conquistas como trofeos celestiales. Doblones y diamantes de la luna. Anocheres de paraísos naturales inimaginables a la mente del recluído. Las palabras derraman más sangre que un templado acero toledano. Prisioneros del dolor y el rencor, ciegos como el templario que carga su cruz ansían devorar un corazón. ¿Por venganza?, ¿por la supremacía del linaje? Algunas leyendas cuentan que quien come el corazón del enemigo, absorve sus poderes.
Sin embargo a la par del raid destructor, el magistrado de la Justicia Universal aguarda. La sentencia lista resbala por el filo más puntual de todos. Aullando el coyote la melodía desgraciada, ni el Gran Kan o Polo caerán a las vísperas. Al momento en que ella sople la marea mortal los rivales perecerán.

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