jueves, 8 de enero de 2009

El Santo que perdió la fe


El cielo se había convertido en cementerio. Las cruces colgaban boca abajo, vacías de toda crucifixión y chorreando savia. El Caballero Templario era un perseguido, fundió su armadura y arrojó al fuego el manto. Todos los medallones y el abalorio que lo identificaban como un guerrero santo los había destruido. Lo único que guardaba era su espada, envuelta en el sudario sagrado que conquistó a base de sangre y estocadas. Nada parecía tener sentido ya. Viajando y escapando constantemente no aguantaría mucho más. Soñó recluirse en alguna isla secreta y pasar lo que le quedaba de vida a la orilla del vaivén oceánico. Pero sabía que nunca podría esconderse continuamente. Que siempre tendría encima los ojos del papado, que tarde o temprano lo encontrarían y harían de su cuerpo una perversa mutilación.

Decidió ir en búsqueda de la Adivina. Los unía esa misma identidad de fugitivos, de almas poseídas por el diablo. Una vez, cuando ella le mostraba otros mundos en su bola de cristal sin querer rozó su mano. La piel ajada del guerrero sintió la electricidad, un instante de luz que unió dos átomos dando vida a una nueva molécula. Ninguno pudo hacer como que nada ocurrió y el viaje temporal fue suspendido. Además de contarle su porvenir le relataba historias con las cartas. Las distintas figuras conformaban a fenicios mercaderes que viajaban por la noche en el Mediterráneo o a seres espaciales que iban de planeta en planeta, intentando robarse hielo de Saturno.

Cuando la halló, encerrada en la cueva en la que habían prometido encontrarse ella estaba llorando. Su rostro perlado se oscurecía por el miedo. Un terror que no fue erradicado totalmente pero si debilitado en el abrazo que él le propinó. Comprendieron por fin que mucho tiempo no tenían. Los galopes de la Santa Inquisición los rodeaban. Lentamente las estrellas los dejaban solos, ningún ángel ofrecía agua para las heridas.

Los latigazos y hierros calientes abrían la piel. El Santo Sudario voló por los aires hasta caer en la hoguera y arder fieramente. El mandoble del Santo sin fe resistía los embates inquisidores. Conjuros y dagas mágicas escupían las manos de la hechicera. La cueva fue transformándose en un cadalso donde los estacados pedían piedad. Los ojos del Templario y la Adivina rodaron por el barro como dos meteoros a punto de estrellarse. Encendidos ambos, fundieron sus manos fantasmales y se iniciaron en la eternidad.


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