Regreso a una casa. No es mi hogar pero casi. La rodea un enorme jardín verde, la casa se mimetiza con él y se agranda, simulando ser el Palacio de Versalles. Ventanas con marcos dorados brotan a un lado y otro de la entrada principal. Las columnas se tallan solas con flores de lis y cabras ciegas. Palpo el mango del sable colgado de mi cinto. Entro.
Sin atravesar ninguna habitación me encuentro en el salón principal. Su techo es alto como Polifemo. Del medio cuelga una araña de cristal, que con cada una sus miles de lágrimas refracta la luz del sol. El recinto enardece su dorado y las paredes se calientan como un horno. Al fondo distingo una tarima con una puerta detrás. Se abre. Sale él. Es mi mejor amigo. Su pelo negro lo distingue pero el rostro es difuso, se ennegrece como la televisión sin señal. No veo ningún gesto pero presiento su maldad. Tiene un odio que desconozco, que me hiere desgarradoramente.
Me exilia. Me ordena que deje el lugar, que me vaya lejos y nunca regrese. Esa casa no es mi casa, pero casi. Es la casa donde siempre nos juntamos con mis amigos. Cientos y cientos que nos reunimos a pasar el tiempo, a distanciarnos de la sangre que nos trajo al mundo. A contenernos, a reírnos, a curarnos, a embriagarnos; para eso nos elegimos.
Resisto la orden. Mi mano derecha se escurre hasta el mango del sable. Permanece abierta. Sigo sin ver la cara del que me echa. Su voz perdió la ternura pacífica que nos fraternizó. Grita, escupe ladina saliva escondiéndo palabras. Firme en su decisión, ríe aguardando mi retirada. Le digo que no. Que no puedo irme de ahí. ¿Qué será de mí? ¿Adónde iré? Ríe, ríe y ríe cada vez más igual que una hiena. Chasqueando los dedos dictamina que entren sus guardias. De las dos puertas que circundan la tarima salen sin parar. Son todos iguales: en su cara afilada, su pelo ceniza y el uniforme de mimo. Llevan pequeñas dagas. Son más y más. Mi valentía herculiana no aflora y alejo mi mano del sable. Triste, vuelvo sobre mis pasos, apartándome de la carcajada tortuosa. Mi cobardía cede fuerzas ante la soledad que se avecina. No dejo ver lágrimas, les doy la espalda antes que la primera se desprenda.
De vuelta en el jardín. Continúa verde de fotosíntesis pero la casa se empequeñece. Hasta convertirse en una de esas de azúcar, como las del mundo de Hansel y Gretel. Una honda caminata me lleva detrás del cerco. Mi mano izquierda se desliza sobre el sable, cortándome el índice porque perdí la vaina. Recubro con saliva el corte, apretando hasta que pare la hemorragia. Entro nuevamente al jardín.
Busco y encuentro la vaina tirada en el césped. Es de cerámica blanca, fileteada con ribetes azules y celestes. Envaino el sable. Esta vez me aseguro que el broche de seguridad se afirme en mi cinto de cuero. Cuando decido finalmente tomar la salida, oigo el ringtone de mi celular sonando.
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