viernes, 5 de octubre de 2007

La danza de la lluvia

La cuestión era el agua. Haberse dado cuenta antes y se hubiera ahorrado tantos dolores. Desnudo iba caminando entre las piedras. El azufre le destrozaba la planta de los pies y las chispas saltaban como avispas defendiendo su panal. Una muy furiosa aguijoneó su pómulo izquierdo, haciendo que cierre rápidamente sus pestañas. Aún sus reflejos funcionaban. La tierra estaba terriblemente enojada, aumentaba su temperatura llevando las llamas tan altas que ni el mismo Lucifer hubiera imaginado un cielo tan rojo. Derramaba su sien transpiración, arrastrando al resto del cuerpo a la misma marcha. Las gotas caían al piso y se evaporaban, muriendo en el aire, sin poder llegar al oculto cielo para ser nubes y comenzar el circuito del vital líquido. Sobrepasado de sal, las tres cuartas partes de su cuerpo perdían la melodía de sus moléculas. Cuevas oscuras escribían oraciones en forma de azotes, cortando la unión con el centro.

“No vendría mal un trago de agua” pensó. Sediento y acalorado, debía seguir parado, todo el terreno ardía y no había sitio donde recostarse o sentarse. Las ampollas no invadían la piel, pero el miedo advertía. El turbulento ruido de motor avisó. A lo lejos, entre las hogueras un colectivo se aproximaba. Achinó los ojos, el número se escondió, “¡Los colores¡…..mmmmm rojo, celeste, blanco……¡el 184!”. Sin vereda, calle o parada que indicara la zona de detención, extendió su brazo derecho y detuvo al vehículo. Su deducción fue correcta, en palabras ciento ochenta y cuatro tenía escrito el ómnibus. Desinflándose la puerta delantera se abrió, nadie conducía aunque ello no le llamara la atención. Clausurada la máquina de monedas con una cinta de metal negra en la ranura, pasó sin pagar. El calor no había disminuido, adentro también hacia un calor infernal. Y además, el cuero agrietado del asiento raspaba su piel. El paisaje tampoco cambiaba: más azufre, piedras enormes echando vapor moribundo, llamas cada vez más altas, ninguna señal de vida alrededor. Aburrido de mirar por la ventana, con las manos sobre sus rodillas, sus ojos bajaron a la butaca de enfrente. La fría agarradera de metal oficiaba de techo a una inmortal leyenda escrita con liquid paper: “Proba amar”. Para cuando iba por la centésima vez que la leía, el colectivo se detuvo apagando todas sus luces y abriendo sus puertas. Sed, más sed que nunca. Descendió en medio de un páramo desértico. No hacía calor, no había fuego, no había azufre. Solo una inabarcable extensión de dunas y arena, continuando más allá del circular horizonte. Era de noche, pelado el cielo, salvo por la luna. “Proba amar”, nuevamente volvió a pronunciarlo, esta vez en voz alta, aunque solo él lo escuchara. Pero se sentía bien, tomaba vida en palabras, se hacía material en esa realidad fuera de su cuerpo. Casi podía tocar la oración y jugar con ella, esculpiendo en medio del frío. Nuevamente la sed. Seca la garganta, escurrido el corazón, la piel reseca con los labios cortados escupían furiosa saliva. El agua, al asunto era el agua. Quería desarmar las tres cuartas partes de su cuerpo y bebérselas.

“Proba amar”. Como si hubiese una sabiduría milenaria en el sillón del colectivo, la frase galopaba al ritmo de una manada de elefantes. Observó las palmas de sus manos resquebrajándose, pedacitos de piel se salían con solo soplarlos. Las alzó hasta sentir los cráteres de la luna. La tomó dulcemente, llevando sus dedos, correteando por ahí como adolescentes nerviosos y excitados. Pacientemente fue besando el espacio, buscando un oasis. Explorando, necesitaba hallar sus labios. Frotar el centro nervioso del placer, recorriendo su superficie carnosa, horizontal, vertical; las posiciones se entremezclaban y el cuerpo regulaba su temperatura sin importar el clima exterior. Arqueó sus rodillas, rodeándola sin una posible escapatoria. La sequedad mutó en humedad, la piel reseca se desprendía dando vida a otra nueva. Rayos eléctricos brotaban de la fricción. Nubes cargadas se reproducían con intensidad. Truenos y relámpagos estremecían el escenario. Una, dos, tres, cuatro….. en gotas finas de agua fueron convirtiéndose, gotones consistentes luego, continua lluvia eran.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El fuego ardiente como metáfora de soledad...y del amor y la cópula (en compañia) nace la lluvia dadora de vida. Un mundo mitológico, una verdad poetizada!

Quiero mas.
Un beso. Sonnenheld