jueves, 4 de junio de 2009

Petit Hotel

Detrás de un vidrio o un acrílico transparente soy testigo. No se qué hay atrás mío. Adelante, a lo largo, un pasillo de maderas viejas alberga dos habitaciones. En la de enfrente una mujer joven, con un gran escote arropa a un bebe. Sus brazos tatuados son enredaderas que lo envuelven. El pelo en línea carre se mueve al ritmo de la melodía que no logro escuchar. Sus labios se ondulan en mil formas, guareciendo al pequeño del peligro. Las paredes descaradas van uniformes al lugar y la puerta celeste permanece cerrada. Lo único limpio, además de ella y el pequeño, son los cuatro vidrios de la puerta.

Un zumbido me da frío, una cabalgata en forma de niebla. Cuando la bruma se disipa un cuerpo humanoide y gris se erige. Con solo verlo asumo su fétido aroma. Sus brazos como remos casi tocan el piso, ante mi asombro crece y crece de estatura. Echando espuma entre sus colmillos, con la furia de un toro a punto de salir al ruedo comienza a ir de un lado al otro del pasillo. Sus pasos vencen a la madera y ella sigue arropando entre canciones y caricias. Quiero avisarle del peligro pero es imposible. Golpeo lo que nos separa con todas mis fuerzas y nada. La bestia va esquizofrénica de izquierda a derecha, aumentando la velocidad, aumentando mi impotencia.

No puedo distinguir con claridad quien está en la habitación continua. Los vidrios esmerilados de la puerta dejan imaginarme una figura corpulenta, que parece estar vistiéndose, armándose de alguna manera. El triángulo se completa conmigo fuera.

Sin embargo el demonio del pasillo patrulla insistentemente, ella sigue sin darse cuenta y quien está detrás de los vidrios esmerilados sigue pasivo. La desesperación me gana, inútilmente insisto con los puñetazos. Un dolor agudo me dispara en el interior del estómago y me desparramo en ese no espacio. Iluminado por la escena del hotel, me retuerzo con espasmos en todo el cuerpo. Lentamente azulejos sucios y celestes dan lugar a una habitación. Una bañera, un bidet, un inodoro, todos blancos debajo del hollín; brotan del piso. Del techo cuelga una lamparita encendida y silenciosa. Mi cuerpo está recubierto por una cota de mallas. En una esquina, una espada a dos manos envainada reposa. Huelo la muerte detrás de los vidrios esmerilados. Oigo los pasos como tambores sedientos de sangre, desafiando, aguardando. El corazón me salta del pecho. Me hinco ante el lavabo, junto mis manos y apoyo mi cabeza en ellas. Oro a los dioses para que me den fuerzas y guíen, antes de salir al pasillo.

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