
Él sentía la distancia que lo separaba de ella, ella lo mismo. Pero a ninguno le interesaba. Todas las noches era lo mismo, por lo que una vez más iba a ser lo mismo. Los dedos bailaban rápidamente sobre el instrumento, la púa viajaba de cuerda en cuerda; una música de tonalidad azul comenzaba a inundar el lugar. Notas melancólicas se trasformaban en alegres historias que el cielo hacía suyas. Él tocaba cada vez con más empeñó, con más pasión hasta fundirse en ella. El instrumento absorbía el corazón del humano para cobrar vida. Un solo cuerpo unido por la música, se contorneaba al ritmo de distintos riffs que eran latidos de un ser pleno de vida.
Todas las noches era lo mismo. Distintos pueblos, distintos bares; tocar por dinero o comida y a la mañana siguiente, al próximo poblado, para por la noche volver a tocar. La situación era igual, pero la música nunca no era parecida aunque las notas fueran iguales a las de la noche anterior. En el instante en que fundían sus esencias, poco importaba el por qué o el destino final. Era ese momento, solo eso importaba.
Perdió la noción del tiempo, solo se dio cuenta que el sol estaba más bajo que antes. Una vez más se separaron, para algunas horas luego volver a unirse. Unos tímidos y ancianos aplausos se escucharon. Una pareja de abuelos lo invitaron a subir su estropeado Ford Falcon. Él y su guitarra complacidos aceptaron, para poder llegar antes del anochecer al próximo pueblo.
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