miércoles, 1 de agosto de 2007

DURAZNO


Sentía vergüenza por haber nacido humana. Pasaba entre las flores, advirtiendo cómo las hormigas cargaban sus hojas sin herir a nadie. “¡Por favor llévenme con ustedes!” les gritó, pero los insectos estaban abocados a su tarea, sin darle un minuto de su trabajosa vida. No comprendía. Lo intentaba, pero no alcanzaba. Sus padres estaban muy poco en su casa, a la noche, capaz, cenaban los tres juntos. Lo usual era que la mucama le preparara la comida y le hiciera compañía.
Miraba el cielo por la noche, desde su patio alejado del centro de la ciudad. Las estrellas se imponían guardianas de un secreto. Preguntándose que protegían consumía su tiempo. No le gustaba estar entre personas, detestaba ir al colegio o asistir a la colonia veraniega. Sintiéndose una ficha de un juego de mesa, rechazaba tirar los dados como dicta el reglamento. Sus padres siempre le decían, el poco tiempo que pasaban con ella cuanto la querían. Pero Alicia, en su interior, con culposa vergüenza se preguntaba “¿Los amo yo a ellos?”. Nunca nadie escuchaba ese cuestionamiento salir de su boca.
Cuando el verano llegó, sus padres, por amor, por comprensión o por intentar llegar de alguna manera a ella con sus limitaciones emocionales; la mandaron al campo de sus abuelos maternos. La pareja de ancianos amaba con locura a su nieta. Ella no entendía por qué, si a lo sumo se vieron diez veces en toda su vida. “¿Cómo se quiere?”. Alicia observaba a las personas de su alrededor decirse cuanto se estimaban, se extrañaban o necesitaban, pero a ella no le ocurría lo mismo. No tenía amigos, solo el jardín de su casa, donde las plantas, los insectos y el sol cuando alumbraba, parecían darle lo que reclamaba. Tres meses la aguardaban en el campo, alejada de la ciudad, de sus padres, del colegio y de su vida.
Una tarde su abuela la llevó a pasear hasta un río que pasaba cerca de la estancia. Aproximándose al agua, un duraznero captó la atención de la niña. Cansinamente se acercó a él. La abuela le gritó que los duraznos aún no estaban maduros como para llevarlos. Ella se arrimó atraída magnéticamente. Pasó sus diminutas manos por las ramas, sonrió cuando sus dedos rozaban las nervaduras de las hojas, pero no tocó ningún fruto. Cuando le dio la espalda para regresar hacia su abuela, un seco y corto sonido hizo que volviera a mostrar sus ojos al duraznero. De arriba para abajo llevó su mirada, hasta encontrarse con un durazno que había caído al pasto. Lo levantó y se lo llevó a su abuela. Ella le dijo que podía quedárselo, pero que aguardara unos días para comerlo. Su nieta le contestó que nunca en su vida iba a comérselo.
Con la noche llegaron los grillos, que frotando sus patas silenciaban a cualquier animal que quisiera hablar. Dentro de la casa el frío no cortaba. El fuego del hogar desplegaba sus llamas uniformes, sacudiéndose a un ritmo insonoro. Alicia las contemplaba melancólicamente, buscando algo que nunca iba a encontrar, “¿Por qué tengo preguntas que no tienen respuesta?”. Con trece años ya, desde que tenía uso de razón se preguntó para que estaba viva. A causa del miedo, de lo que iba a pensar el otro, nunca se lo contó a nadie. La educación que recibía en la escuela católica, la sentía como la mentira más grande y violenta jamás conocida. Poseía suficiente entereza emocional para morderse el dolor. Pero algún día iba a explotar. Sucesos que se le aparecían en sueños o recuerdos que nunca había vivido, pulían su corazón. El fuego se los traía de vuelta. Recostada frente a él, llevaba de una mano a la otra el durazno. Nerviosamente, preguntándose “¿Por qué a mi?, ¿por qué yo en este lugar, con este cuerpo, con estas personas?”. Con violencia comenzó a apretarlo. Hundiendo sus dedos, queriendo llegar al centro. Lo azotó contra el piso, machacando su piel. Mediante las uñas de sus pulgares escarbó con odio, salpicándose y arrojando los pedazos a las llamas. Una bola de presión se inflaba en su pecho, haciéndola temblar pero sin alejarla de su ataque a la fruta. Cuando sus uñas sintieron el centro, partió en dos al durazno que comenzó a sangrar y a aullar, silenciando a los grillos. Sus abuelos la miraban estupefactos. Ella gritó desesperada, con el llanto primario del recién nacido. Sus manitos chorreaban sangre. Limpió el carozo y arrojó los últimos pedazos del durazno al fuego. Como en un mudo funeral, la abuela se le acercó con un repasador, le limpió las manos sin sacarle el corazón del fruto. Alicia lloraba, apretando la semilla contra su pecho. La abuela, arrodillada la miraba a sus inundados ojos, sus labios decían incesantemente “¿Por qué, por qué, por qué?”. La abrazó, alejando a los demonios y callando momentáneamente el pedido de auxilio. “Ya va a pasar mi chiquita, ya va a pasar”, le decía intentando curarla. Cuando Alicia dejó de temblar, la abuela la levantó y la llevó hasta la cama.
A la mañana siguiente Alicia fue hasta el río nuevamente. Pasó por el duraznero, tal cual había hecho el día anterior. Tocó sus ramas y acarició las hojas, pero ningún durazno soltó. Ya en el arroyo, reflexionó sobre lo que ocurrido la noche anterior. Pensó en que dirán sus padres cuando se enteren. Sobre que idea tendrá su abuela de ella, ahora que había presenciado tal escena. Los dedos de los pies parecían más libres moviéndose bajo el agua y ella se sentía liviana. Aunque sabía que era solo el principio. Lo único que necesitaba era encontrar ese comienzo. Había llevado el carozo del durazno con ella. Juntando sus manos como una fuente, las acercó con el fruto adentro hasta su nariz. El aroma a durazno penetraba sus fosas nasales, dándole un poco de paz a esa pequeña alma. Alzó su cabeza, mirando de reojo al sol. Tímidamente le preguntó de donde venía y hacia donde iba. Sabía que no iba a obtener ninguna contestación. “El duraznero, el río, todos los que están aquí me escucharon. Saben como yo que nunca nadie me va a responder, pero comprenden que no puedo quedarme callada. Me hablan con su silencio, aprendo escuchándolos”. Las nubes pasaban por encima, traspapelándose con la estrella de luz. Por primera vez en mucho tiempo, a pesar de no obtener lo que quería, se sentía acompañada. Alejada de la metrópoli, donde rodeada de personas se hallaba completamente sola. Entre autos y carteles, vacía en la inmensidad de un lugar tan lleno. “Las personas se encierran en los edificios, en las casas; atrincherándose, protegiéndose de vaya a saber uno qué”, le contaba a un diente de león al que el viento le volaba algunas semillas. “Corren ansiosos por ahí, poniéndole nombres a las cosas, a las personas, a las plantas y a los animales. Y yo no sé a donde escaparme”. Un tero pasó volando y Alicia se paró, corriéndolo le gritó que la llevara con él. El ave se perdió detrás de unos árboles. Era el medio día y la niña regresó a la casa.

A la noche, nuevamente el fuego era dueño de su ser. Recostada frente a él, apretando el carozo. Intentando hallar en su rugosidad un algo, un principio que le dijera como había comenzado todo. Quería liberarse de esa presión de estar viva, de sentirse atrapada por su piel. ¿Cuál era su primer recuerdo? ¿Cuál era verdadero y cuál imaginado? ¿Dónde había estado antes de llegar allí? Pensaba también, por qué no haber nacido animal y actuar por instinto. Sentirse tan efímera en ese cielo estrellado que miraba por las noches la alegraba. Cuando oía hablar a sus padres, tan seriamente sobre sus trabajos y responsabilidades; cuando ellos le decían todo lo que tenía que hacer cuando fuera adulta, el compromiso de formar una familia, de tener una imagen respetable en la sociedad, de ser una digna trabajadora y tantos conceptos vacíos más que no compartía; imaginaba a las estrellas riéndose de esos discursos. Tan insignificante es el hombre en el planeta, en el espacio y el universo, tan fugaz es su paso por aquí, que esas preocupaciones le sonaban irrisorias. “No quiero ser alguien que adquiere su identidad en una góndola. Pero ¿Quién soy entonces?”. No entendía otra manera de ser una persona y eso le dolía. Alicia se preguntaba “¿Qué nos termina quedando?”. El cuerpo se pierde, avejentándose la piel, muriendo los órganos el alma resplandece con el paso del tiempo en una incomprendida contradicción. Nuevamente, “¿Qué nos termina quedando?”. Y cuando escuchó realmente lo que se había preguntado, el carozo del durazno parecía explotar en sus manos. Los planetas se detuvieron. Vio su alma en el fuego. Ese era el momento en que ella, borrando el nombre con el que la bautizaron, sabía realmente quien era. Con el tiempo detenido, las llamas le mostraron todo lo ocurrido la noche anterior: su bronca, su frustración, su ignorancia en el llanto. Y su abuela, abrazándola, calmándola, curándola solamente con lo que tenia, que era su amor. “Ya va a pasar mi chiquita, ya va a pasar”, las palabras volvían a colársele por los túneles del oído hasta llegar a su ser. Los astros
regresaron a su órbita y Alicia, felizmente llorando corrió hasta su abuela, se abrazó a sus piernas y mirándola desde abajo le dijo te amo.

2 comentarios:

Sabrina dijo...

El campo, el duraznero, el silencio, el fuego, las personas que te quieren... cuánto me hizo acordar a Luján!
Solemos tematizar la vida, preguntarnos qué estamos haciendo acá... quizás justamente el camino que recorramos para intentar descubrirlo es lo que nos lleve hasta el final de ella. "Encontrarse a uno mismo" creo que es una frase hecha que nos prepara para más incertidumbre. Pero nos deja más tranquilos..

Muy bueno el post, Emi!

Emiliano dijo...

La verdad es que ni había pensado en Lujan cuando escribí esto. Pero leyéndolo nuevamente, tenés razón; cierra de una manera perfecta con ese fin de semana. "Que lo parió", cada día que pasa me doy cuenta que mi inconsciente me sigue dominando.