Era de noche, no había nubes y quien sabe adónde
habían ido la luna y las estrellas. Parado sobre la vereda observaba
dos edificios tan blancos como fríos, de unos cuatro pisos de altura
y estilo francés como las embajadas de la avenida Libertador.
La calle se interponía entre nosotros, parecía hecha
de la misma textura vacía del cielo. Hacia la parte izquierda de
atrás de los edificios había una casa más baja, más chica también
y aunque su forma era borrosa (también los colores) desprendía una
calidez pacífica. Sabía que en ella estaba mi hermano y hasta él
quería ir, pero entre nosotros se interponían los dos edificios.
Aunque tenía por delante mi destino no podía dejar
de mirar hipnotizado los dos edificios, así fue como mientras
recorría ventana por ventana una figura humana, plana y negra,
comenzó a pasarse de uno a otro. ¿Cómo saltaba de un edificio al
otro sin salir? Fue algo que me pregunté todo el tiempo que allí
estuve. Luego, la figura, rápida y decidida, abrió hacia arriba
una ventana (no recuerdo si del primer o segundo piso del edificio de
la derecha), y como una bala salió despedida una sombra, más
pequeña y con una figura como la de un animal de cuatro patas. Fue
con tanta decisión y prestancia el salto, que lo primero que sentí
fue una morbosa curiosidad de ver cómo se estrellaba en el asfalto.
Pero ese momento nunca llegó, ni llegaría.
La figura humanoide y negra se deslizó hacia otro piso
(“¿Cómo va tan rápida y sigilosa de un piso a otro?”),
abrió nuevamente una ventana y siguiendo el ritual una nueva sombra,
más chica que quién deslizó hacia arriba el ventanal, saltó hacia
la calle y segundos antes de estrellarse se disipó como una débil
niebla o incluso, por momentos parecía que tuviera consistencia
digital y sus píxeles se difuminaban hasta desaparecer por completo.
Inmediatamente la figura plana abrió otra ventana de otro piso y la
escena volvió a repetirse. Una, dos, tres y más veces durante todo
el tiempo que allí estuve.
“¿Por qué
se suicidan las sombras?” me
pregunté y volví a repreguntar cada vez que una de ellas saltaba y
se desintegraba antes de estrellarse contra el piso. Entre admirado y
con las ganas sangrientas de verlas romperse en el piso, permanecí
viendo el espectáculo. Aunque al mismo tiempo (mientras cada tanto
me repetía la pregunta sin responder) una nostalgia y melancolía me
subían por el pecho hasta estrujarme la garganta; una sensación
azul de pérdida me paralizaba. Mientras, la casa con mi hermano
adentro me esperaban y yo, seguía viendo a la figura humana abrir
las ventanas para que las sombras saltaran.
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