domingo, 26 de julio de 2009

El páramo de los súcubos


El Sol es un disco de concreto. Autopistas poceadas se cruzan serpenteando. Agarrado a la columna de un frío puente estoy. Partido al medio está este. Como el de unos metros más adelante. Como el de unos metros más atrás.

El asfalto donde continúo mi caminata es liso y brilloso, igual al sol. Adelante, bien lejos del último resto de puente el horizonte divide el cielo amarillo de la tierra seca. Restos de cáscaras de huevo y torsos de mujeres desnudas de mármol hay desparramados por el lugar. Sigo avanzando y una voz toca mi espalda. Una joven mujer acompañada por dos amigos míos; me pide que no me vaya. No tengo miedo pero sí repulsión al lugar. Debo irme, sin importarme lo que ella o mis amigos digan.

Con cada paso el bombeo de mi corazón se intensifica más. Acelero y ellos igual. Son mis sombras. Un hedor putrefacto nos inunda, a ellos no parece importarles, sólo reclaman, cada vez más insistentes y con violenta voz, que no los abandone ni me vaya de ahí. No puedo quedarme. El hedor, las autopistas destrozadas, los puentes por la mitad, las cáscaras de huevo amarillentas, los torsos de las mujeres petrificadas con cara de pánico.

Camino y camino y no me canso. Busco cada vez más desesperado una salida inhallable. Ellos parecen gozarlo. Uno de mis amigos me toma del brazo fuertemente, me suelto al mismo tiempo que lo insulto. Su cara deviene en rasgos malditos. Ella ríe.

Utilizando sus brazos las mujeres de mármol comienzan a arrastrarse hasta mí. Entre las cáscaras de huevos se mueven, cada vez más, metiéndose entre los puentes destruidos, en silencio, con el pavor delineando sus gestos. Los vacíos cuencos de sus ojos y las bocas negras hipnotizan mis pasos. Ella ríe. Ellos me toman de mis brazos. Otra vez, con baja voz monocordemente repiten que no puedo abandonarlos, que no debo irme. Buscando aire veo el sol gris encastrado en ese cielo cadavérico. Debo irme.

Estoy rodeado: ella detrás y mis amigos agarrando con más fuerza mis brazos. Los silenciosos torsos de las mujeres casi nos alcanzan. Debo dejar de mirarlas.

El sol se paraliza. Mis manos empiezan a vibrar. Sus palmas se iluminan en rojo. En rápido movimiento libero mis brazos y despego unos metros. Avanzo nadando en el aire, paso por debajo de otro puente roto. La desesperación me gana y no deja que pueda disparar los rayos de mis manos. Pierdo altura y uno de mis amigos me toma de los tobillos. Me devuelve al asfalto. Ella, habiendo perdido la risa se acerca corriendo y toma mi cara. Mientras sus manos arden, incesantemente repite que no puedo abandonarla. Mi respiración va disolviéndose por el vacío. Un jardín de alfileres brota en mi piel. Rodeado por todos y arrinconado contra la columna de un puente derruido. Con violencia me empujan contra el concreto.

Mis manos rojas pelean infructuosamente. Las mitades de las mujeres de mármol comienzan a rasgar mis zapatillas. Inflando el pecho lanzo un grito despavorido. Los torsos de las mujeres retroceden y sus cinturas comienzan a sangrar. Mis amigos chillan encarnizadamente. Ella se tapa los oídos y suelta una lengua de serpiente. Grito más fuerte, todo lo que puedo. Retroceden más todavía, acurrucándose entre ellos. No tengo voz. Se me nubla la vista. Un último intento, tengo que escapar, un último grito voraz que arrase con todo. Un último rugido que me aloja en un paisaje negro, sin horizonte.


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