jueves, 9 de abril de 2009

El Rey confundido

El Rey, que no era el representante de Dios en la Tierra mató a miles para reinar en su país. Y al fin, cuando el trono fue suyo se lo dedicó a la Divinidad. El vino derramado por los muertos en combate nutrió las tierras del reino. En las noches de luna llena, los árboles sueltan alaridos de niebla pidiendo paz. La paz que desbordan los habitantes del reino, la paz por la que tanto blandió su mandoble el monarca.

Sin embargo, nadie le creía al real soberano y menos él, a sí mismo. La desconfianza hacia sus tres hijos, hizo que los enviara a diferentes confines del mundo. El Rey trató de tocar para creer, pero jamás, después de apropiado el reino, traspasó el malecón del castillo. Bardos y bailarinas representaban ante su majestad las vivencias diarias del reino. Su mujer, desde el otro mundo, intentaba acercarse en los sueños pero el Rey, confinado a su búsqueda silenciosa, hacía a un lado las caricias espectrales.

Su piel se deprimía y el corazón lo sentía. Los días pacíficos transcurrían, el pueblo inventaba festividades para divertirse y hallarse en comunidad. Siempre hasta el borde que impedía la creación de nuevos dioses de barro. Mientras, el Rey los observaba, resoplando, añorando el ardor y adrenalina vertiginosa de la batalla.

Una noche el cantar de los lobos se multiplicó en cientos, atrayendo rayos y centellas. La negrura invitó a los muertos a bailar y a los vivos a guardar el secreto de respirar. El Rey, desnudo, contempló el paisaje desde su real recinto. Envuelto en las brumas del sueño se acercó a la Reina. Sus manos se unieron efusivamente y de la misma forma, ella fue desintegrando su mirada. Cuando el Rey sostuvo polvo entre sus dedos, el momento históricamente negado lo venció. Hundido en el miedo vio como los restos de la reina desaparecieron soplados por el viento. Cuando la corriente de aire mutó en un Aleph de luces y formas deformes, el Rey de la cama saltó. Ahogado en latidos veloces atravesó los pasillos del castillo. Encaramado en la batalla y armado con su piel, empuñó el mandoble santo y salió.

El último amanecer lo cobijó y el Rey, con una paloma desangrada en su mano izquierda y el filo en la derecha, de rodillas lloró.

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