El Rey, que no era el representante de Dios en
Sin embargo, nadie le creía al real soberano y menos él, a sí mismo. La desconfianza hacia sus tres hijos, hizo que los enviara a diferentes confines del mundo. El Rey trató de tocar para creer, pero jamás, después de apropiado el reino, traspasó el malecón del castillo. Bardos y bailarinas representaban ante su majestad las vivencias diarias del reino. Su mujer, desde el otro mundo, intentaba acercarse en los sueños pero el Rey, confinado a su búsqueda silenciosa, hacía a un lado las caricias espectrales.
Su piel se deprimía y el corazón lo sentía. Los días pacíficos transcurrían, el pueblo inventaba festividades para divertirse y hallarse en comunidad. Siempre hasta el borde que impedía la creación de nuevos dioses de barro. Mientras, el Rey los observaba, resoplando, añorando el ardor y adrenalina vertiginosa de la batalla.
Una noche el cantar de los lobos se multiplicó en cientos, atrayendo rayos y centellas. La negrura invitó a los muertos a bailar y a los vivos a guardar el secreto de respirar. El Rey, desnudo, contempló el paisaje desde su real recinto. Envuelto en las brumas del sueño se acercó a
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