"es la hora en la que toda la luz se desespera por brillar
y toda mi sombra se estremece al sentirse sabida"
L. A. Spinetta
Un agujero en el cielo
se traga lentamente el barrilete. Anunciado hace rato, en palabras
que los especialistas están acostumbrados a decir fríamente y que
él ya sabía, con sólo ver cómo la frescura de la piel se
dilapida, se vuelve seca y amarillenta, con pequeñas placas oscuras
que primero tomaron los órganos, para luego hacerla padecer en la
superficie. Él sabía que en cualquier momento el teléfono iba a
sonar para avisarle del deceso, o que ella comenzaría con una leve
descompostura enfrente suyo y el resto de los hermanos; de varias
maneras imaginó el desenlace.
Mientras, su mujer con
el nuevo ser adentro suyo lo acompañaba. Le mostraba las batitas que
estaba tejiendo, los móviles que compró en una feria para colgarlos
arriba de la cuna; le contaba de las pinturas que en algún tiempo
más le iba a dar, porque ella quería que su hijo pintara o fuera
músico, o por qué no las dos cosas. Anhelaba que su alma hablara a
través del arte. Él la miraba, feliz de ver a la madre de su hijo
soñando por el pequeño. La abrazaba, le daba un beso en la frente y
luego desparramaba muchos más en esa panza, que estaba redonda y tan
llena de vida como la Tierra.
Al mismo tiempo sus
manos querían retener a la cometa que se alejaba, seguía su marcha
entrando en el hoyo del cielo. Pero contra algunas cosas no se puede
ni sirve pelear. En un extraño equilibro que cuesta comprender, como
si todo estuviera armado en círculos para que nada quede librado al
azar, una flor nunca se marchita sin que otra despliegue sus pétalos
al sol.
En cuestión de
segundos, en la madrugada de un martes, la futura madre rompió
bolsa, él rápidamente la llevó al sanatorio y a las dos horas el
pequeño Joaquín se aferraba a las manos de sus padres. La abuela
hizo el esfuerzo, con mucho amor propio a la mañana siguiente estaba
junto a su hijo y nieto. Procurándole concejos a la primeriza madre
sobre cómo darle la teta, cómo bañarlo o como arroparlo. La mujer
mayor, con el pecho lleno de alegría por haber cumplido y sin
energías, se despidió de la madre, de su hijo y del nieto. Nadie
lloró, nadie rió, sólo hubo expresiones hechas con el corazón que
para el rostro son imposibles de reproducir.
Al día siguiente la
nueva madre y su hijo fueron dados de alta, esa misma noche el
teléfono sonó anunciando que el orificio que había en el cielo ya
no existía más.
Mayo de 2006