domingo, 25 de noviembre de 2007

El motor

El payaso manejaba el auto. Una simbiosis de un Mini Cooper (de los viejos) y un Poncho Volkswagen. Era de noche y las vías estaban cerca. Nadie había en las calles. El traje era todo amarillo y constaba de dos partes: un saco a cuatro botones y un pantalón sin cremallera pero con botones. Llevaba una camisa negra acompañada de una corbata del mismo color. Era un payaso, pero para suerte de su acompañante no tenía ni la cara pintada ni una nariz roja. Era payaso por pura vocación, por su humor ácido, por inventar una historia que comenzaba con la masturbación de Silvia Suller pos intento de suicidio en la terraza del Sheraton mientras una foca tocaba con un arpa paraguaya la novena sinfonía de Beethoven. Por eso era un payaso, porque inventaba historias que hacían reír a unos y a otros no, pero nunca sabía como terminarlas.
En el asiento de al lado, su fiel compañero. Un niño de ocho años, huérfano y en busca de aventuras. Adiós escuela, adiós colonia de vacaciones y adiós y para siempre a la abuela que lo criaba. La radio era la única compañera de los dos viajeros que iban en búsqueda de la Presidenta. Asunto que lo hacia sentir muy importante al Payaso, quien había dedicado toda su vida (tal cual dicta la estirpe de los hazme reír) a los demás, archivando sus emociones en una cajonera del quinto infierno, ubicada en el último subsuelo del planeta Tierra.
Rod Stewart asomaba la voz por el stereo, su garganta cultivada con caros whiskies escoceses y demás hierbas le gritaba vaya uno a saber a cual de sus amantes My heart can tell you no. El Payaso, fanático de la música y gran historiador del rock miró a su acompañante, quien hacia sus primeras armas en el asunto musical y le dijo “nada mejor para una noche junto a las vías, que un romántico tema de los sintetizadores ochentas”. El niño no entendió bien a que se refería, pero como con cada concepto que no comprendía pero le resultaba interesante, lo archivó en su inconciente; él sabría administrarlo mejor. Inmediatamente que el rubio escocés dejó de cantar y para darle el gusto y la razón al conductor del Mini Cooper-Poncho, Gary Moore partió en dos su guitarra al tocar Still got the blues.
Era una noche perfectamente aventurera: estaban yendo a buscar a la Presidenta y los añorados ochenta saltaban por la radio, fuera de la ventanilla las vías vacías iluminaban un melancólico escenario. Para cambiar, porque al ser humano todo lo termina aburriendo al volverse monótono, el Payaso volanteó para cruzar las vías y seguir camino del otro lado. En eso el niño agachó la cabeza para observar una mosca que daba vueltas dentro del vehículo. El Payaso detuvo el auto, sacó su celular y marcó un número, “Lo estoy llamando a Pablo al servicio meteorológico para que me diga como va a estar el tiempo mañana”. “Todo normal”, pensó el niño, mientras fijaba sus ojos en la mosca que se acomodaba en su pie izquierdo; “está bien prevenirse con el clima” pensó, sobre todo si uno tiene que hacer un viaje tan importante llevando a la Presidenta.
Viboreante como un rayo la mosca salió volando hacia los asientos traseros y el niño levantó su cabeza; el mundo se le vino abajo. Una potente y redonda luz blanca recorría las vías, pero lo más terrible era que se dirigía hacia el auto. El niño intentando decir algo que su miedo no le dejaba, sacudió los brazos del payaso quien seguía con su oreja y boca pegados al teléfono móvil. La luz más rápido iba hacia ellos, con gran velocidad y persistencia. Cuando parecía que el final de la existencia llegaba, la locomotora pasó a escasos centímetros del auto. El niño comprendió que aun le quedaban materias que rendir en lo que a percepción de distancias refería. El Payaso era un hazme reír por naturaleza, pero no un suicida y menos un infanticida para poner en riesgo la vida del niño (a quien por cierto estimaba mucho), ya que iba manejando paralelo a las vías pero a uno o dos centímetros de ellas, no encima por lo que el tren no podía embestirlos. Salvo claro que el destino (la ideología de Dios) quisiera ponerlos patas para arriba.

“El tiempo va a estar con nosotros” celebró el cómico. Paso seguido quiso dar arranque al vehículo pero este no respondió. Una vez, dos y tres veces giró las llaves para encender el motor, pero nada de nada. La mosca exploradora de los asientos traseros hacia más ruido. El Payaso descendió del auto seguido por el pequeño. Al levantar el capot no había humo, ni olor a quemado y a simple vista todo estaba en su lugar. Del motor salía un tubo que el Payaso se encargó de destapar, para luego escupir allí dentro y escuchar el ruido de la saliva golpear un líquido. “Está lleno así que esto no es” afirmó sin mirar al niño. Metió su mano entre algunos cables para nuevamente abrir la boca y sin mirar al pequeño decir “Rum, rum, rum, rum, rum, esto también anda perfecto”. Su infante compañero observaba asombrado. Tocó la batería y no tenía ningún desperfecto. Revisó el agua y estaba impecable. Cada vez que tocaba un componente del motor, afirmaba que estaba bien y lo acompañaba de alguna onomatopeya imitando el ruido del motor. Luego de tantear el carburador miró al niño para decirle “Rum, rum, rum, rum, rum, está todo en su lugar y anda perfecto”. Como dos caras de una misma persona el Payaso y el niño se miraron en silencio intercambiando pensamientos. “Entonces ¿qué le pasa al auto? ¿por qué no arranca? ¿le falta algo al motor?” dijo el pequeño midiendo cada una de sus palabras. En un acto reflejo el Payaso estiró todo su cuerpo abriendo los brazos lo más que pudo para declarar “¡Le falta amorrrrrrrrrrrr”, acto seguido se abalanzó sobre el motor para cubrirlo de besos y gritarle “¡Te quiero, te quiero, te quierooooooooooo!”. Sorprendido y no menos asustado el niño le gritó que tuviera cuidado, que el motor seguía caliente y se iba a quemar. El Payaso solo atinó a responderle que el amor quema y mucho, pero que al mismo tiempo el amor todo lo cura y continuó con el ritual de sus labios.

domingo, 11 de noviembre de 2007

BICICLETAS


Viajó en el tiempo. Contento como cuando tenía ocho años y la primera bicicleta sintió la fuerza de sus piernas. Pocas cuadras eran hasta la estación de tren.
Mucho frió chupó en esas mañanas oscuras de invierno, la Tierra no estaba tan deprimida y la temperatura bajo cero era más extensa. Los ojos se abrían con el agua congelada, la mano pasaba pero no era una caricia, sostenía el peine que ordenaba el cabello. De niño, de adolescente y así hasta el exilio del adulto.
De vuelta al presente, sumaban ochenta y un años, sin embargo las veredas parecían inmortales y las lágrimas se despedían en la alcantarilla. Visera para el sol, campera para el viento; libertad para la ternura del encuentro.
Algunas palabras podían sonar vacías, para disimular cierta ignorancia del dolor causado. Pero el corazón de amor los unía. La verja del extremo estaba cerrada, en el andén pocos aguardaban el tren. Por la rampa subió la bicicleta, con los ojos rugosos cuidando detrás. El viaje era ese tiempo, esos años que parecieron perdidos y que ningún fantasma puede contar.

Lejos de la trampa, ya no se desangraban. No hubo oraciones para demostrar nada, ínfimo contacto físico, una abrazo, un beso; pero la energía envolvía. Arrancada del baúl que estallaba en las vías, la paz era luz. Rió al ver que el primer vagón quedó a varios pasos de donde estaban, corrió con la bicicleta para subirla, para volver a la actualidad. Nuevamente rió cuando las puertas cerraron el viaje. El tren se alejó, la ternura los encendió.










miércoles, 7 de noviembre de 2007

LOS SUBTERRANEOS



Viajan bajo tierra

embutidos en fierros y silicio.
Viajo.

Solos entre todos
con silencio en los ojos.
Solo.

En cada estación buscan
a la Madre de todos.
Busco.

En cada vagón extrañan
al Padre de todos.
Extraño.